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La violencia en la noche que vuelve a ganar terreno, una alarma que Rafaela no puede naturalizar

La violencia volvió a ganar espacio en la noche rafaelina: entre el alcohol, las sustancias y la intolerancia, los lugares de esparcimiento muestran un escenario que preocupa. Salir a divertirse ya no garantiza volver a casa con tranquilidad, y la ciudad enfrenta un problema que dejó de ser aislado para convertirse en una señal de alarma.

Editorial09/12/2025RedacciónRedacción
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                                                                                                                                                                                                          Rafaela volvió a dejar al descubierto una escena que se repite con inquietante frecuencia: jóvenes que salen a divertirse y terminan envueltos en situaciones de violencia que nada tienen que ver con la noche, con el esparcimiento ni con el derecho a pasarla bien. No se trata de un hecho aislado, sino de un síntoma que se expande y que reclama una mirada profunda, honesta y urgente.

En distintos puntos de la ciudad —muchos de ellos espacios pensados justamente para el encuentro y el disfrute— la violencia vuelve a irrumpir como si fuera parte del paisaje nocturno. Empujones que se transforman en golpes, discusiones que derivan en agresiones y grupos que, amparados en el anonimato de la multitud, cruzan líneas que después lamentan. El alcohol, el consumo de sustancias y, sobre todo, la falta de tolerancia actúan como combustibles de un escenario que ya dejó de sorprender, pero que no podemos permitir que se naturalice.

Porque salir debería seguir significando eso: salir para divertirse. Para despejarse, para bailar, para reírse, para estar con amigos. No para mirar sobre el hombro, no para preguntarse en qué momento la noche va a torcerse, no para tener que calcular si uno vuelve o no vuelve a su casa con la misma tranquilidad con la que salió.

La ciudad necesita recuperar la noción de convivencia. Y eso no depende solo de controles o de presencia policial —aunque también sean necesarios—, sino de algo más profundo: un cambio cultural. Una apuesta por el respeto, por el diálogo en lugar del golpe fácil, por entender que la vida del otro vale tanto como la propia. Que una pelea nunca es “una más”. Que la violencia no es un reflejo inevitable de la juventud, sino la consecuencia de una sociedad que, por momentos, dejó de escucharse.

Es tiempo de frenar. De asumir que este fenómeno nos atraviesa a todos. De exigirnos y exigir que Rafaela no se convierta en un lugar donde el miedo se mezcle con la diversión. Que nuestros jóvenes puedan salir sin pensar si volverán a casa. Esa debería ser la regla. Nunca la excepción.

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