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Una ciudad herida, un país al límite: el espejo que ya no podemos evitar

Rafaela, como el país, enfrenta una ruptura social que ya no puede negarse: familias destruidas, jóvenes atrapados entre drogas y desesperanza, vecinos baleados sin motivo y un entramado comunitario que se deshilacha a la vista. No es solo inseguridad: es un país que se quebró por dentro.

Editorial05/11/2025RedacciónRedacción
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Hay momentos en los que la realidad deja de pedir permiso y te atraviesa. No golpea la puerta: entra, arrasa, revuelve, hiere. Lo que pasa hoy en Rafaela —y en cada rincón del país— ya no puede contarse como una sucesión de hechos policiales aislados. Es un grito social. Un espejo roto donde nos miramos y vemos lo que por años se negó, se postergó o se minimizó.

El tejido social está devastado. Familias partidas por dentro, vínculos podridos desde la raíz, relaciones resquebrajadas a los gritos, a los empujones y, cada vez más, a los tiros. Jóvenes que se separan y se amenazan de muerte; parejas jóvenes que amanecen con medidas de prohibición de acercamiento y chicos con un hogar desecho, con golpes, con miedo. Bandas antagónicas que no saben ni pronunciar la palabra “proyecto” pero sí entienden de territorio, poder y droga. Pibes que crecieron sin futuro y lo único que aprendieron es que el respeto se logra por miedo, no por ejemplo.

Lo vimos en 2019, cuando Emanuel González, un nene de ocho años, cayó muerto en barrio Mora —en la zona de Brigadier López y Flaminio Del Signore— por una bala que jamás debió existir. También podemos recordar el caso de Juan Carlos Re, de 66 años, quien murió en 2018 tras recibir un disparo en el abdomen mientras atendía su comercio en calle Arias y Rodríguez. Y, si seguimos hacia atrás, encontraremos una lista dolorosamente similar de hechos que parecían aislados, pero eran advertencias que no supimos —o no quisimos— escuchar.

Y aquí estamos otra vez. Ahora en el barrio 2 de Abril: Iván José Ávila, un vecino de 45 años, recibió un disparo en la cabeza en la cuadra de Paul Harris al 1900 sin haber hecho absolutamente nada. Estaba sentado frente a su casa. Un hombre. Una familia. Una vida ordenada que, de repente, quedó en pausa o, peor aún, al borde del final porque otros decidieron que la violencia era la única manera de resolver “sus cosas”.

En 2023 se registraron tres homicidios en Rafaela, uno menos que los cuatro ocurridos durante 2022. Ese número, que se iguala al de 2021, representa uno de los niveles más bajos de la última década. Si se observa el período reciente, entre 2020 y 2023 se contabilizan 16 crímenes, mientras que en el cuatrienio previo (2016-2019) la cifra había sido de 34. Es decir, los hechos letales se redujeron de manera significativa, a menos de la mitad. El año más crítico en materia de homicidios sigue siendo 2015, cuando se llegó a un pico de 12 casos.

Ese es el punto: esto ya no es solo inseguridad. Esto es desintegración social. Una ruptura psíquica colectiva, un colapso emocional comunitario. Más de cuatro décadas de abandono cultural, educativo, familiar y estatal. Años en los que se prefirió mirar cámaras de seguridad antes que mirar a la gente a los ojos. Años en que se plantaron semillas de pobreza estructural, desigualdad, rencor y desconfianza. Y ahora florecieron. En forma de tiros, de adicciones, de pibes que roban porque no conocen otra manera, no porque nacieron malos sino porque nacieron sin oportunidades y el narco llegó antes que el Estado.

Y sí: la justicia va a tener que despertar. Las medidas alternativas se volvieron sinónimo de burla, y la prisión preventiva no puede ser excepción, sino herramienta. No hay reforma posible si la puerta giratoria sigue girando. Fiscales, jueces, fuerzas de seguridad: también tienen que pararse. Con firmeza, no con discursos. Porque este derrumbe social no se va a frenar con declaraciones tibias ni con planes que sirven solo para cortar cinta y titular tres días.

Pero también hay que ser honestos: esto no se arregla solo con patrulleros. Esto no se soluciona llenando las cárceles y olvidando las esquinas. Aquí fallamos todos. Como sociedad, como Estado, como familias, como comunidad. Y ahora lo que duele no son las estadísticas: son las sillas vacías en las casas, los cuerpos en los pasillos del hospital, los chicos que crecen sin futuro y las madres que miran el teléfono temiendo la próxima llamada.

El drama argentino de hoy no es solo la inflación, ni la política, ni la grieta. El drama argentino —y rafaelino— es la pérdida del entramado social. Esa red invisible que antes nos cuidaba y ahora nos deja caer.

La pregunta es brutal pero inevitable:
¿Tenemos fuerza para reconstruir algo que parece haber estallado en mil pedazos?

Porque ya no alcanza con reclamar seguridad. Hay que recuperar humanidad.
Y eso, nos guste o no, exige coraje, decisión política, justicia firme y una sociedad que deje de mirar para otro lado.

Si no entendemos esto ahora, mañana será tarde. Y lo que hoy es dolor, mañana será costumbre. Y no hay peor condena que acostumbrarse a vivir así.

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