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¿Y si el voto no fuera obligatorio? Una pregunta inevitable tras los números que dejó Rafaela

La participación del 53% en las PASO de Rafaela reabre un debate necesario: ¿Qué sentido tiene seguir sosteniendo el voto obligatorio si casi la mitad de los ciudadanos no asiste a las urnas? Una mirada crítica sobre el desinterés, el desencanto y la desconexión entre la política y la sociedad.

Info. General14/04/2025RedacciónRedacción
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Las elecciones primarias del pasado domingo en Rafaela dejaron algo más que resultados: dejaron señales. Señales que, si las leemos con atención, nos empujan a pensar más allá de lo coyuntural. Porque mientras se debatían candidaturas, internas partidarias y listas definitivas, hubo un dato que pasó casi desapercibido pero que dice mucho más que cualquier porcentaje: la participación fue apenas del 53%. O dicho de otro modo, casi la mitad del electorado decidió no votar.

Y eso, en un país donde el voto es obligatorio, no es menor. Porque en los hechos, la obligatoriedad ya está en crisis. Se trata de una norma que existe más en los papeles que en la práctica: hace años que no se multa a nadie por no concurrir a votar. La obligación se diluye, se desactiva, se convierte en un gesto simbólico que pierde fuerza con cada elección.

Entonces, la pregunta se impone: ¿Qué pasaría si el voto dejara de ser obligatorio? Tal vez la respuesta más sencilla sea: nada que no esté pasando ya.

Lo ocurrido en Rafaela —pero que puede extrapolarse a nivel nacional— pone sobre la mesa un fenómeno que no tiene que ver con la desinformación ni con la apatía en bruto, sino con un proceso más profundo de desvinculación política. No votar ya no es solo una omisión, muchas veces es un mensaje: "No me siento representado por ninguno", "no creo en este sistema", o peor aún, "me da lo mismo quién gane".

Detrás de esa decisión hay variables múltiples que se retroalimentan: la desconfianza en la clase dirigente, la falta de propuestas que generen entusiasmo, el cansancio por la sucesión interminable de elecciones y una crisis económica que lleva a mucha gente a poner el foco solo en sobrevivir, no en elegir representantes.

Y en ese escenario, ¿sirve seguir manteniendo la ficción del voto obligatorio? ¿No sería más sano, más honesto incluso, aceptar que vivimos una realidad de voto voluntario de facto?

No se trata de rendirse ante la abstención, sino de abordarla como síntoma. Si casi la mitad de los rafaelinos no va a votar cuando debe hacerlo, la respuesta no puede ser simplemente obligarlos más. La respuesta tiene que ser interpelarlos mejor. Porque la política no puede conformarse con ganar elecciones: tiene que recuperar el deseo ciudadano de participar, el convencimiento de que el voto vale, de que el sistema importa.

Y eso no se logra con reformas legales ni con amenazas de multa, sino con cercanía, con escucha, con empatía real, con políticas que toquen la vida concreta de la gente, no solo sus buzones de correo con boletas.

El desafío no es sostener la obligatoriedad, sino reconstruir el vínculo roto entre la sociedad y quienes la representan. Si no, cada vez más elecciones se parecerán a esta: legalmente obligatorias, pero emocionalmente vacías.

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