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"Rompevidrieras", rupturas sociales y el precio de la desidia

Por Marcelo Arias. Los ataques a comercios en Rafaela son apenas el síntoma visible de una crisis social mucho más profunda. Menores sin contención, un Estado ausente y décadas de relatos vacíos hoy estallan en cada vidrio roto.

Editorial08/08/2025RedacciónRedacción
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En Rafaela, cada vidrio que se rompe no es sólo el daño a un comercio: es una postal nítida del tejido social astillado que supimos conseguir. A veces los destrozan para robar. A veces, simplemente, por hacer daño. Y en muchas ocasiones, el costo de la rotura supera ampliamente el valor de lo que se llevaron. Pero el mensaje de fondo es el mismo: algo se quebró hace rato, y seguimos sin asumirlo.

En las últimas semanas volvieron a multiplicarse los ataques a locales comerciales. La modalidad no es nueva, pero se repite con una frecuencia cada vez más alarmante. Detrás de esas piedras que vuelan a la madrugada, hay chicos, muchos de ellos menores, amparados por un sistema penal que los deja libres en minutos, en un circuito que ni reeduca ni contiene. Salen por una puerta y entran por la otra. Y en el medio, destruyen.

No se trata sólo de inseguridad: es abandono. Es marginalidad disfrazada de indiferencia estatal. Es una ciudad que durante años escuchó el mismo relato repetido hasta el hartazgo desde una administración que gobernó durante 32 años: “los equipos territoriales”, “la presencia en los barrios”, “el trabajo social”. Un verso. Nunca existieron esos equipos, jamás se diseñó un abordaje real en los sectores vulnerables. Lo único que se construyó fue una maquinaria clientelar basada en dádivas, donde lo importante no era educar ni contener, sino fidelizar votos. Hoy, esos errores revientan en cada ventanal hecho trizas. Y esta gestión enfrenta una tarea difícil, titánica, si pretende al menos empezar a recomponer ese tejido social roto.

Los pibes están desamparados. No es una forma de eximirlos: es una señal de alarma. Están cruzados por la droga, por entornos familiares donde muchas veces no hay recursos para sacarlos adelante, y otras tantas, ni siquiera hay intención de hacerlo. Están a la buena de Dios. Y cuando el Estado no llega, llega lo peor: el narco, la violencia, la calle.

En las escuelas, también hay síntomas de ebullición. Pibes que piden protección porque no aguantan más las agresiones físicas, docentes que sienten que trabajan en trincheras, instituciones que no dan abasto para contener a chicos que vienen rotos desde la infancia. Todo esto ocurre mientras el país abandona a los más pobres, destruye a su clase media y profundiza una crisis cultural que no se arregla con índices de crecimiento.

Es un país más empobrecido, sí, pero no solo en lo económico. Lo más grave es que ya ni siquiera hay un norte. Se quebraron los valores, se esfumaron los referentes, se banalizó el esfuerzo, y se premió durante años la dependencia disfrazada de asistencia. Hoy, nos desayunamos con los escombros de ese modelo.

El rompevidrios no actúa solo. Es hijo de un Estado ausente, de una política irresponsable, de una cultura que lo empujó al margen y de una sociedad que, muchas veces, prefiere mirar para otro lado.

Pero los vidrios rotos, tarde o temprano, nos salpican a todos.

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